Para Leer#Opinión: La sirenita negra, por Alberto Conejero

#Opinión: La sirenita negra, por Alberto Conejero

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Empecemos por el penúltimo episodio de la cuestión: Disney ha elegido a la actriz y cantante Halle Baley para interpretar a Ariel en la versión “real” (esto es: con la participación actores de carne y hueso) de su clásico de animación La sirenita (1990).

El anuncio ha levantado inmediatamente la enésima polvareda en las redes, pues muchos fans de la película no aprueban el cambio de “imagen” del personaje: de una Sirenita de piel pálida y cabello pelirrojo a la Sirenita negra de Halle Baley.

En Twitter se ha propalado el hashtag #NotmyAriel, con el que el personal ha descargado su frustración y las razones de su rechazo a la decisión de la factoría de ficción. Argumentan estos detractores que no es por racismo (aunque en sus argumentos señoree), sino porque ellos deseaban una Sirenita “lo más cercana a la real”. Recordatorio: hablamos de una criatura de cuento, mitad mujer y mitad pez, representada por un dibujo de animación. En la historia, Ariel renuncia a su voz por pasear bípeda entre los humanos. Parece que el color de su piel, cabello (y escamas) no juegan un papel relevante en ningún momento de la fábula.

Me ocupo de la cuestión porque actualiza un debate que se viene produciendo en los últimos años y que obedece a dos legitimidades imbricadas, pero, en muchas ocasiones, antiéticas. Se trata del debate que afecta a todos los creadores (ellas y ellos) de ficciones en las que interviene el mecanismo de representaciónHe aquí la querella: la relación “real” o mediante convención, entre lo representado (personaje) y quien lo representa (el intérprete). 

Por la extensión de esta columna me veo obligado a reducir y simplificar la complejidad de todos los términos empleados: qué es un “personaje”, qué es “representar”, qué es un “intérprete” y la grieta mistérica que separa “ficción” de “realidad”. Así que, retomemos la cuestión haciéndonos las preguntas que nos venimos repitiendo en los últimos años: ¿han de representar actores italianos solo a personajes italianos?, ¿los negros solo a personajes negros?, ¿los homosexuales solo a personajes homosexuales?, ¿los transexuales solo a personajes transexuales?

Desde su primera luz, una de las potencias más radicales de la ficción ha sido la de ponernos en el lugar del otro, hacer saltar por los aires los goznes de nuestra identidad. La ficción nos permite el ejercicio imprescindible de imaginación moral, nos pone en la piel de los otros. Podemos habitar criminales, santos, hombres, mujeres, tiranos, esclavos, dioses, bufones, extranjeras, antepasados, enemigos. Y en esa emboscada, de repente, sentimos una empatía catastrófica para con el contrario.

Descubrimos la molécula común de la Humanidad en quienes nunca seremos, pero también somos. Así, los hombres de Atenas tuvieron que escuchar a quienes consideraban bárbaros, tuvieron que callar para atender al grito de las mujeres vencidas (aún representadas por hombres), etc. La ficción, aun perseguida por los principios morales, llevaba a los escenarios aquello que las autoridades políticas o religiosas trataban de guardar bajo las alfombras.

Ariel y la sirenita Gabriela, un personaje de la serie de Disney

 

Es evidente que la industria de la ficción no ha permanecido nunca al margen de las exclusiones de las sociedades en las que se generaban. Aquí se encuentra el ejemplo más doloroso, la incorporación tardía de las mujeres en casi todas las tradiciones teatrales y especialmente en la creación de las ficciones, en ser las autoras (que es autoridad) de las historias o de sus puestas en escena.

Las ficciones deben recoger la diversidad y complejidad de nuestras sociedades contemporáneas en sus dos orillas: en lo representado y en quienes las representan. Por mucho que refunfuñen algunos, las ficciones ya nunca serán más el señorío de los varones blancos heterosexuales, escritas por ellos y protagonizadas por ellos, con la comparsa romántica de las mujeres y el acompañamiento jocoso de las minorías sexuales o racializadas.

Sin embargo, parece que estemos condenados a que cada logro social traiga consigo su radicalización grotesca y pueril. Es pertinente, por supuesto, que nos planteemos por qué en una producción contemporánea de una obra como Ángeles en América el personaje de Belize no es interpretado por un actor negro, cuando en esta historia la cuestión racial sí que juega un papel fundamental. Insisto: la pregunta es necesaria, más que necesaria. Ahora bien, de ahí a calificar de racistas a sus responsables está la simplificación de nuestra capacidad de reflexión. Es pertinente que nos planteemos los sentidos de que el personaje de María José en La casa de las flores no esté interpretado por una actriz trans, pero, de nuevo, acusar de transfobia a los responsables por su decisión arruina el debate que sí tenemos que tener.

¿Acaso Romeo solo podrá ser interpretado por italianos adolescentes (aun cuando la obra esté escrita en inglés)? ¿No acabamos de disfrutar de la serie Chernobyl en la que actores anglófonos interpretaban personajes que en la realidad hablarían ruso? ¿De verdad pretendemos renunciar a los mecanismos de la ficción que nos permiten creeren un Romeo interpretado, por ejemplo, por un actor neoyorquino negro? ¿Cuántos Hamlets no hemos visto ya llevados a las tablas por mujeres?

¿De verdad pretendemos que los personajes LGTBI sean solo representados por intérpretes LGTBI o que los intérpretes LGTBI solo puedan representar personajes LGTBI? ¿De verdad queremos que la ficción sea una mera representación de la realidad y de sus colectivos? Mal asunto.

La nota completa en: AISGE

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