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Ese idiota de Javier Marías

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Al contrario de Javier Marías, semanalmente me acerco a un teatro, bien sea como espectador o realizador. Asumo que la edad es la que dispone de nuestros “sobresaltos” a la hora de apreciar un evento teatral, como bien apunta en su personal mirada al teatro contemporáneo en “Ese idiota de Shakespeare”. E incluso me atrevería a decir que no solo la edad, sino nuestro nivel educativo, algo que parece ser una preocupación de Marías con relación a los creadores actuales, pues no por nada los llama “ignorantes”. Su generalización, hay que aclarar, está focalizada en los artífices de las adaptaciones postmodernas de los clásicos isabelinos.

De los “movimientos deliberados” o de activismos sorpresas, liderados –en muchos casos- por esferas políticas, hay que decir que la estupidez humana sigue empeñada en darle etiquetas a nuestros hombres y mujeres por sus creencias religiosas, su distinción de razas o preferencias sexuales y, que para abordar la ilusión de libertad, las políticas del mundo han sabido construir un gran caballo de Troya dispuesto para el juego de la manipulación mediática y su afinidad con el poder. Que este comportamiento haya llegado a las esferas culturales, es una respuesta lógica a una conducta aprendida, sin más.

Las licencias para falsear nuestra realidad y lo que creemos era la realidad del pasado, no solo funciona para corregir “a ese idiota de Shakespeare”, sino, para asumir que nuestras limitadas miradas del mundo son la verdad universal del mundo en sí mismo.

El exceso de información y la poca capacidad de comprensión, de cada una de las ideas que llegan a nuestros ojos a través de las redes sociales, han promovido un cambio de conducta progresivo que se presume ha pasado de la intelectualización a la infantilización del contenido, y la percepción que sobre éstas hace el lector. Lectores que al no estar de acuerdo con algo, hacen berrinche y exclaman dando por sentado sus emociones: herramientas de debate absolutista de la era digital. La “gente ignorante” que da por sentado cada una de las cosas que se atraviesan en el campo de la información, es la misma que arremete contra la exposición de los problemas propios de nuestra contemporaneidad. Y se asoman sin freno a despotricar fácilmente a “ese idiota de Javier Marías”.

El teatro, por supuesto, como apunta Marías, tiene mucha culpa de que este problema de alguna manera se intensifique en las ramas de lo cultural, a menos en países del tercer mundo como el que habito. Los realizadores teatrales, sumidos a diario en la investigación de sus propias creaciones, se cierran ante los debates más acalorados de lo que creemos son las angustias de una generación y que Marías devela como “militancia y revancha sexista”. ¿Es acaso esto una mentira? Creo en lo personal que es una gran verdad, pero como toda verdad que no queremos saber, es dolorosa.

En Venezuela, no es difícil encontrarse con este tipo de contrariedades culturales. Cuando Javier Marías apunta a la inverosimilitud y lo simbólico del teatro contemporáneo, también señala a un vacío generacional que no ha sabido ver más allá del contexto que su burbuja social le permite ver. Es así como la permisibilidad y otra expresión como “las tontunas contemporáneas” develan la ignorancia de una generación que se ha permitido perder el sentido de la razón, frente a la “genialidad” de sus propias mentes. La ruptura ha pasado de ser un acto de rebeldía a convertirse en un capricho de “modernos”.

Decía Artaud, que las obras maestras del pasado son buenas para el pasado, no para nosotros, porque no corresponde a la sensibilidad actual. De las múltiples lecturas que esa afirmación podría tener, la que más angustia me genera, es la que se relaciona con el apego de ciertas ideas que en apariencia deberían haber sido superadas desde lo social. El apego al pasado también devela un apego a lo filosófico, a lo moral y a lo ético, de una época que no nos pertenece, más que como obra de museo, y que su representación en la contemporaneidad, a pesar de los puntos en común que muchas podrían develar con nuestra historia, tienen cierto sentido desde la similitud de sus códigos, pero que no son iguales. Que la historia se repita y que su dinámica parezca cíclica, no es el plan de Dios, es producto de casualidades asumidas como verdades.

Javier Marías asume una postura criticable, pero aún no deja de impresionar su sorprendente lucidez al encarar la postmodernidad como un pasado que no queremos dejar ir, o que nos resistimos a re-direccionar. El asunto en cuestión forma parte de sus intereses como escritor, exponiendo sin adulaciones a colectivos y otros guerreros de la libertad, camuflados en la hipocresía del mundo que nos ha tocado vivir. Uno capaz de realizar millones de memes al día sobre las nuevas ideas feministas, o hacer firmas digitales contra el ahorcamiento de homosexuales en Medio Oriente, pero incapaz de asumir la penurias de su realidad de una manera consciente y crítica (pues siempre está la idea de matar al mensajero).

Al parecer en España los “usurpadores” juegan a cambiarle el sexo a los personajes de Shakespeare, actrices haciendo de hombres, y actores haciendo de mujeres, como si ese pequeño acto de rebeldía estuviese promoviendo una resistencia verdadera en sus profesiones, sin asumir, como plantea Marías, que en el siglo XVI esta necesidad respondía a una conducta de la época.

En USA, RuPaul está haciendo guerrilla comunicacional desde hace años con su Reality Show, mostrando la evolución del mundo Drag, visibilizando las caretas de la superficialidad y lo aparentemente bello, su mensaje ha tenido que viajar a lo largo de más de 30 años, para que finalmente alguien lo escuchara, y me atrevería a señalar que gracias a su éxito, su trabajo y su empeño, la televisión americana ahora está plagada de personajes como Caitlyn Jenner o en el peor de los casos, pero no exento de interés, con “Las pequeñas grandes mujeres”. RuPaul se ha travestido a lo largo de una vida para llevar un mensaje que libere a una minoría. Y lo está logrando.

¿El teatro está mostrando eso? Me disculpan, pero vivo en el segundo país más violento del mundo, con una hiperinflación que supera el 700%, que pasa actualmente por una crisis alimentaria y donde la cartelera teatral la lidera el Stand Up Comedy que apunta a los “casos y cosas de casa”. La risa debería transformarse en drama, porque nada más cierto que los problemas sociales del venezolano nacen en el núcleo de la familia.

¿Qué podemos esperar de la cultura en Venezuela?, cercada por culpa de una mala política nacional obrada por los embusteros de turno, que han logrado el cometido de cegarnos ante los avances del mundo, las nuevas formas y la evolución de creadores libres, que por fortuna siguen indagando y renovando la idea de lo teatral frente a nuestro ombliguismo; inauditamente irracional, teniendo una ventana al mundo como el internet. Herramienta que estoy seguro debe ser motivo de discusión actualmente en el despacho de Adán Chávez, el nuevo ministro en el cargo.

Mientras tanto demos gracias por la existencia de Bob Wilson o Dimitris Papaioannou a quienes –todavía– podemos ver a través de Youtube, y que escapan de estas reflexiones, de Marías y mías.

* Foto archivo. Fuente: Femulate.org. Tropa militar británica vestida de mujer para un performance durante la II Guerra Mundial.

2 COMENTARIOS

  1. Se ve que los actores -hartos de interpetar Romeo y Julieta disfrazados de chusma del Raval, un suponer- desconocían que Shakespeare vivió y escribió hace unos cuantos siglos ya. Menos mal que Marías ha venido a sacarlos de su error

    • Entiendo la ironía -o quizá, el sarcasmo, no me queda claro- pero se han visto casos amigo. Se han visto casos. Sobretodo en un país donde cualquiera amanece un día con ganas de ser actor -sin serlo- y lo logra (gracias al tan preciado buen uso de las redes sociales). Yo sé de actrices que montando obras de izquierda, no tienen ni idea de quién era Stalin.

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