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El extranjero: Alquimia Teatral y la capacidad de renovar

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Haciendo teatro me he encontrado con todo tipo de gente. La pluralidad en el teatro es un rasgo visible, nadie oculta lo que es o quiere ser (siempre hay sus excepciones, claro está.) Al contrario de otros oficios, en el teatro se promueve la caída de la máscara, para revelar la ambigüedad sintetizada de lo que somos como hombres, y permitir la acción voluntaria de lo llamado trágico y cómico, y lo que bordea las fronteras de ambos términos.

En un trabajo de oficina, la gente está demasiado ocupada realizando actividades mecánicas, que ensombrecen los verdaderos rasgos de quien obra. En teatro, la gente está demasiado ocupada iluminando las sombras de los rasgos de quien juega, para revelar la mecánica de sus actividades y convertirlo en un engranaje más, que funcione a la acción dramática, como motor.

Teatro de máscaras
Soldados de la I Guerra Mundial se ocultan tras máscaras antigas en previsión de un ataque químico, mientras juegan a las cartas

En teatro, las actividades mecánicas tienen el propósito de replicar la cotidianidad de un personaje, una acción o un evento, no de anularlo. En la replica de ese mecanismo, quien acciona, también va descubriendo rasgos de sí mismo. La profundidad del acto mecánico en teatro tiene un doble objetivo: la capacitación del juego como acto consciente, y la capacitación emocional como acto inconsciente.

En el teatro, la máxima de la meditación de <<mientras más profundizas (o te liberas) de los pensamientos, más logras saber quién eres>> parte de la receptividad del jugador. Pocos en un trabajo de oficina pueden convertir la mecánica de la acción, en un evento receptivo, pues la rutina anula el movimiento de crecimiento. Donde se gana en experiencia empírica, se pierde en conocimiento individual.

La mecánica de la vida moderna, promueve esta anulación del “quién soy” por el “esto hago”. Y convierte la replica de la mecánica, en apenas un indicio de la personalidad de quien obra. Es decir, donde puede existir el “yo soy” como un identificador de la personalidad, existe el “yo soy banquero” como un replicador del oficio. Donde puede haber “yo soy amor” o “yo soy alegría” o “yo soy energía” existe el: Yo soy un oficio.

En la vida, lo que hacemos nos define, es lo que creemos (y creamos). En teatro, lo que somos ayuda a construir la idea de oficio para su replica, pero no para definir lo que somos. A pesar de que el actor diga “yo soy actor”.

¿Cómo se puede conciliar el conocimiento empírico con la sabiduría emocional?

Haciendo teatro, me he encontrado gente infeliz que al hacer teatro se reconocen como algo más. El teatro les funciona como un motivador de acciones que impulsan la necesidad de un logro muy personal. El teatro los impulsa a dar un paso hacía un espacio que antes no existía dentro de su construcción de realidad, y son capaces de dictar sentencias del tipo: “El teatro me llena”, “En teatro puedo ser quien realmente soy” “El teatro me cambió”.

Tiene el hecho teatral, desde una perspectiva humana (carente de ego y épica o ínfulas y ambiciones artísticas, temas aparte) un poder de comunión. El teatro puede aliviar al desahuciado, hay en teatro una capacidad de renovar energías tangibles, la reconciliación con el otro, a pesar del otro. Y la comprensión de esa máscara que identifica al otro, que en muchos casos se convierte en un reflejo de una parte de lo que soy.

Tragedia y comedia conviviendo, como aquel principio hermético del <<como arriba es abajo, como abajo es arriba>>.

El reconocimiento del todo, en la unificación de estos dos extremos, ayuda a pensar en la idea de infortunio de una manera distinta. En teatro reírse del infortunio promueve la capacitación lógica para resolverlo, o la comprensión absoluta para comprenderlo y entregarse a él, si no queda más remedio.

Ambos, el hombre de teatro y el de oficina, se parecen, solo que viven sus máscaras de manera contraria.

Si el hombre de teatro se acercara a la oficina y promoviera la rutina como una representación teatral, la mecánica de acción de la oficina cambiaría su energía a un polo completamente distinto. Pero si el hombre de oficina quisiera replicar su mecanismo en un evento teatral, ese evento modificaría la esencia de su gesto, pasando a transformarse en una representación, dejando de lado el acto mecánico y transmutándolo.

Un hombre de oficina en un teatro, ya no es un hombre de oficina, es un actor.

Es decir, en teatro, oficio y oficiante son promotores de una energía incomparable a lo que llamamos la dinámica de vida. Puede el teatro asumir cualquier evento de la vida y cambiar su energía, alterando su valor.

Podemos hacer un ejercicio mental. Convirtamos al hombre de oficina en el presidente de una nación. Su podio yace bajo un halo de luz. Su discurso, son las palabras aprendidas de un libreto. Sus acciones, un transitar memorizado sobre el escenario. Pónganle rostro a este presidente, y obsérvenlo de la manera como observan a un actor. En este punto, la realidad del actor, ya no es el actor en sí mismo, si no lo que vemos de él.

El espectador conciente y activo

Como espectadores de una realidad siempre estamos más atentos a si estuviésemos viviendo esa realidad, las razones son infinitas y parten del principio de la percepción. Lo que percibimos pasa por un filtro de comprensión de nuestras experiencias. En teatro, nuestra percepción como espectadores está mucho más abierta que en cualquier otra circunstancia, porque el rol del espectador es absolutamente receptivo.

De tal manera, nuestros sentidos están activados para reconocer lo positivo o negativo de la representación. Es posible que si un actor falla una vez en su letra, un espectador no lo note, y el mismo actor puede valerse de ese error para seguir adelante, visibilizándolo o pasándolo por alto. Si el actor es un pícaro y lo visibiliza, tendrá la complicidad del espectador que lo dejará pasar por alto o simplemente se lo hará saber con su apatía. Y la apatía para el actor, es la muerte de la representación.

Actores de la Old Vic Travelling Theatre Company preparándose para una obra, con máscaras (1941)

 

La visibilización de un error depende del carisma del actor, un actor inteligente no necesariamente es un actor carismático, pero si el actor carece de carisma, que el público aplauda la representación es un acto de compasión. ¿Por qué a veces sentimos compasión o simpatía por el oficio mal ejecutado? Cuando el hombre de oficina hace mal su trabajo es reprendido, y va depender del nivel del error que pueda seguir ejecutándolo, a pesar del carisma y de su inteligencia.

El factor humano entra en juego. La permisibilidad de un mal-acto depende de la atracción que ese acto ha promovido en quien lo recibe. De tal manera, puede que dejemos pasar como espectadores uno o dos errores, mientras el espectáculo siga adelante, y el error no haya modificado por completo la representación. Pero si el error se repite constantemente y el actor no tiene ni carisma e inteligencia ¿cuál es la herramienta que tiene el espectador frente a esa situación?… Pararse.

Modificar la realidad, es un principio activo. Mientras un espectador es un ente receptivo, un cambio de polaridad puede resultar ante todo traumático, pero no sembrar un trauma. Si el espectador tiene que pararse frente a la mala representación, no necesariamente tiene que hacerlo para abandonarla. Porque a pesar de la situación, el espectador que ha ido a un teatro, quiere y necesita un evento teatral. Recordemos que aún hoy (y más hoy) el teatro es un evento elitista. Y no en el termino marxista.

Pero es aquí donde el teatro promueve otra dinámica de acción. Si frente al mal actor, el espectador toma la traumática decisión de pararse, nada le impide asumir el rol del actor principal, pues si ha sido capaz de cambiar su polaridad receptiva a una activa, quiere decir que la energía ha cambiado y también puede ser capaz, si así lo deseara, de tomar el rol del actor y promover un evento teatral distinto.

Frente a un mal actor, un público activado que se para en la representación cambia la polaridad de la representación, lo que antes era receptivo ahora es activo, y la actuación principal queda anulada frente a la acción secundaria del espectador/actor.

En nuestro ejercicio mental, este hombre de oficina, mecánico, con el “yo soy” desdibujado, convertido en presidente, que terminó siendo un actor sin carisma e inteligencia, que en su representación acumuló una serie de errores, es remplazado en el escenario por nosotros. Si el escenario es un país, entonces ya no observamos al país, sino que lo dominamos.

Cada vez que soy testigo de un estudiante que toma la determinación de decir: <<Yo hago esto>> y se para sobre el escenario y lo hace frente a los demás, hay una regla dentro del ejercicio: lo que hacemos no es bueno o malo, y todo error nos hace crecer.

Es decir, la determinación del estudiante de pararse a afrontar una dinámica es motivada por un entusiasmo que promueve el aprendizaje y nos modifica la forma en que vemos la vida. Ese impulso que hace que el jugador, juegue, es el que promueve el cambio del principio activo de lo que consideramos una realidad y que termina convirtiéndose en un abanico de posibilidades.

Si en nuestra mente podemos ser capaces de asumir el espacio de otro, no lo hacemos  necesariamente con la intención de arrebatar un puesto, si no, de movilizar la energía necesaria para que otro tenga la determinación de vivir la experiencia por sí mismo y también pueda ser modificado, y así cambiar una realidad personal y grupal.

Y solo es necesario ponerse de pie.

El extranjero: El teatro es el mensaje

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